domingo, 2 de diciembre de 2007

La bella Otero

“En el momento de decidir algo, la inteligencia no interviene para nada. La inteligencia es algo confuso, incierto, con innumerables cabos sueltos. Las pasiones, en cambio, son fijas y claras. Nos gobiernan en todos los instantes.”


Una mañana, una muchacha de Pontevedra, llegaba a París. Había trabajado anteriormente como sirvienta en Santiago de Compostela. Su belleza era fascinante. Aprendió a bailar en un tiempo en que las bailarinas estaban de moda. El siglo terminaba.

Un mediodía de mil novecientos catorce, La Bella Otero ofreció una comida a todas sus amistades. Mandó invitaciones a todas partes de Europa, todos le contestaron y su secretaria leía las cartas de aceptación. Y unos días más tarde, una española, Carolina Otero, reunía en torno a ella a tres reyes, un emperador y al zar de todas las Rusias, en el café de la Paix.

La mujer que enloquecía a los catalanes con sólo cantar y moverse en un tabladillo de Barcelona. Sus amigos más cercanos, poetas y filósofos, parroquianos del Café Pelayo, abandonaban la lectura de Nietzsche y de Ruskin para ver y oír a la Bella Otero.

Antoni Gaudí i Cornet trató de poner en orden sus ideas, en contrapunto con los impulsos de su instinto. Pechos como balcones, gárgolas, torres como agujas hacia el cielo, surgían por aquellos días en los dibujos de Gaudí. En la mesa, en las paredes de su cuarto, en el suelo, se desparramaban los bocetos de una catedral imaginaria, con sus ángeles de piedra. El hombre que ayunaba, el abstinente, el lector de la Biblia, volvió a pensar en la Bella Otero como la antípoda de lo apolíneo y lo geométrico, como un desborde de lo dionisíaco sobre la dictadura de la inteligencia. El cuerpo de la Bella Otero, sus ondulaciones, la presentida temperatura de su piel, eran, para Gaudí, como “el organismo clásico griego que se oponía al sistema teológico del gótico”.

"Con el mundo a mis pies París resultó el hábitat perfecto. Comenzando con el propio Presidente de la República Aristide Briand, le seguiría el Príncipe de Gales, aunque confieso no un gran amante pero generoso. Y así: el Káiser Guillermo II, el Zar Nicolás II, Alberto I de Mónaco, Leopoldo de Bélgica, el Emperador del Japón y según algunos – no diré nada al respecto- el mismisimo Alfonso XIII quien al parecer era muy joven en ese entonces por lo cual habría sido yo su iniciadora sexual"

Ella, era un producto de "la belle époque", poco después era de sobra conocida de todas las mesas. Cuando el crupier hablaba, decía...
-El doce negro.
De 1900 a 1914, Carolina Otero se jugó y perdió la alucinante cantidad de treinta millones de francos oro.

Habían pasado ya, más de cincuenta años y un periodista italiano llegó a ponerse de rodillas ante La Bella Otero suplicándole que se dejase fotografiar.
-¡Nunca!, fue la respuesta contundente, sepa usted que nadie me vera así.

Niza, mayo de 1960. Carmen María, periodista, escribe: La mañana que muera la mujer a quien D'Annunzio envió unos versos, el zar Nicolás sus joyas, el pintor Renoir un retrato, Vanderbih le ofreció un yate y De Dion le regaló el último modelo de su automóvil, sólo un puñado de palomas notarán su falta. La mujer que dominó la "belle époque" no tiene amigos. Sólo las palomas que todas las mañanas se posan en las aceras de la calle Inglaterra saben que en el piso segundo, en la habitación once, hay una mujer mayor,vestida con una bata azul, que todos los días que puede sale al balcón a darles pan mojado en agua. Carolina Rodríguez, la que se muere en una habitación prestada y humilde de Niza. Toda una época que a todos se nos escapa de las manos para la que nunca la conocimos, y que ya duerme en la imaginación de los que la vivieron.


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