Como puede usted imaginar, al igual que todas las jovencitas, trataba de descubrir el amor y sus placeres: mas, al no haber estado jamás en un convento, careciendo de una amiga íntima, y vigilada por una madre atenta, sólo tenía ideas vagas que no podía concretar; ni siquiera la naturaleza, de la que después no he podido sino alabarme, en verdad, dábame ningún indicio. No parece sino que trabajara silenciosamente en perfeccionar su obra. Sólo mi cabeza fermentaba; no se me ocurría la idea de gozar, quería saber; el deseo de aprender me sugirió los medios.
Comprendí que el único hombre con el que podía hablar sobre este tema sin comprometerme, era mi confesor. Me decidí enseguida; vencí mi pequeña vergüenza; y jactándome de una falta que no había cometido, me acusé de haber hecho «lo que hacen las mujeres». Esta fue mi expresión; mas, al hablar así, no sabía realmente qué idea estaba expresando. Mis esperanzas no se vieron frustradas del todo, ni cumplidas enteramente; el temor a descubrirme me impedía aclararme: mas el buen padre me pintó el pecado tan grande, que deduje que el placer debía ser extremo; y al deseo de conocerlo, sucedió el de probarlo.
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