domingo, 13 de diciembre de 2009

at dusk

Todas las cosas tenían ese aspecto espiritual e indeciso que sucede a la puesta del sol y las hace parecer como iluminadas interiormente. El profundo sentido de la repetida e infinita inutilidad de todo esfuerzo, que vuelve al finalizar cada muerte del sol como maldición del anochecer, penetraba, quizás, hasta el ánimo de los carreteros silenciosos y de las muchachas furtivas.

Caminaba lento y pensativo, siempre avanzando, sin saber dónde detenerme, tratando de recordar sus facciones y sus palabras como si las hubiese visto y escuchado mucho tiempo antes. Pero todo me distraía: la mirada de una mujer, la blasfemia de un muchacho, el cartel luminoso de un teatro. Y cada toque de campana me hacía estremecer: y las memorias y las nostalgias oscilaban a porfía pero fatigadas en la oscuridad tumultuosa de mi mente.
De improviso, sonó a mi lado una voz.

De Papini. "El espejo que huye"

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